“Así es como termina el mundo, no con una explosión, sino con un quejido”, escribía en Los Hombres Huecos el poeta británico T. S. Eliot.
No estoy tan apocalíptica como para fantasear sobre el Fin del Mundo, pero una serie de noticias, de pequeñas noticias, de noticias de esas que apenas percibimos entre los grandes titulares, me hacen pensar cada vez más en lo diferente que son los finales de lo que solemos imaginar.
La libertad, por ejemplo; el régimen, en general, en el que hemos crecido y que damos por supuesto, casi por eterno, de libertades, seguridad jurídica, división de poderes, elecciones. Si pedimos a la gente a nuestro alrededor que imaginen el fin de todo eso, es probable que nos pinten un cuadro a los Años Treinta. Bueno, ya saben, viendo los comentarios de unos y otros se diría que no existe ningún otro escenario temporal y geográfico de donde sacar analogías.
El populismo. El hombre providencial subido en un caballo. El golpe de Estado, la sociedad militarizada, las masas gritando consignas, el flamear de banderas y uniformes.
Eso sería, en términos de Eliot, la explosión. Pero lo que yo veo día a día es el quejido, es una tiranía cuyo símbolo podría ser un emoji sonriente y feliz.
Esta de Actuall es una magnífica atalaya. Desde aquí hemos visto y denunciado el avance de este ejército liberticida que nadie espera, porque no lleva uniformes, porque incluso se llama a sí mismo antifascista, y antes de imponer un tramo más de su tiranía cambia las palabras para que no haya cómo denunciarlo sin sonar ridículo.
En la Unión Soviética, sobre todo hacia el final, el destino del disidente no era siempre Siberia. A veces era el manicomio
Marine Le Pen, líder del partido con más militantes de Francia y rival de Macron en las últimas presidenciales, está encausada por compartir por Twitter unas imágenes de acciones violentas protagonizadas por yijadistas. El cargo no es que las fotos sean falsas, ni siquiera que sean excesivamente cruentas u obscenas, sino que incitan al odio.
Hasta aquí, la noticias es bastante deprimente. No sé si ustedes frecuentan las redes sociales, pero nadie podrá acusarlas de ser un foro ateniense que brille por sus agudos argumentos filosóficos, ni un salón versallesco en el que reine una exquisita cortesía. Eso de lo que acusan a Le Pen es el pan nuestro de cada día, con excepciones de la que hablaré luego.
Son foros más o menos libres -cada vez menos, pero esa es otra historia-, y la libertad tiene esas cosas: que a veces se dicen cosas que molestan a otros. Siempre hay otro que se molesta, por cualquier cosa.
Pero va a más: en el caso, el juez ha solicitado que Le Pen se someta a un examen psiquiátrico. Y aquí las analogías soviéticas son demasiado evidentes para que me las calle.
En la Unión Soviética, sobre todo hacia el final, el destino del disidente no era siempre Siberia. A veces era el manicomio. La cosa tenía una lógica absoluta: si alguien que está viviendo en el paraíso socialista se queja de él, es que no está bien de la cabeza.
Y ese empieza a ser el sentimiento: que quien no comparte al milímetro la vulgata progresista no está meramente equivocado, sino que está mal de la cabeza; lo suyo no es una opinión errónea que deba combatirse en un debate libre y abierto, sino un virus que hay que atajar sin contemplaciones.
Precisamente, El Confidencial ha hecho una entrevista a su sobrina, Marion Marechal-Le Pen, también miembro del Frente Nacional. Siendo el primer partido de Francia, con opciones serias de gobierno, parece una entrevista objetivamente interesante, ¿verdad? Cualquier periodista que valga su sal hubiera dado un brazo por entrevistar a Hitler, a Stalin, a Pol Pot.
Y, sin embargo, una parte importante de los comentarios a la entrevista no son a favor o en contra de lo que tenga que decir la Le Pen, sino críticas a la publicación por haberla entrevistado. Acabo de leer, de hecho, un tuit en el que la autora se escandaliza e indigna que se hable con “esa gente” porque, dice, significa “normalizarlos”.
La persona que tal escribe dice ser periodista. Sí, como lo oyen.
La palabra “normalizar” es aquí esencial. Significa que, digamos, Podemos es “normal”; que hay una norma no escrita en la que entraría el socialismo bolivariano de Pablo Iglesias pero de la que quedaría fuera Le Pen.
Da exactamente igual que en estricta teoría nos gobierne la voluntad popular y que a una mayoría le pueda dar por votar a Le Pen, como ha votado a la coalición Cinco Estrellas-La Liga en Italia o a Orbán en Hungría.
Comentarios que puedes leer en cualquier parte de Occidente, están prohibidas para los alemanes, como si fueran parvulitos
No, está prohibido, son opiniones que no deben expresarse. Otra periodista entró en Twitter para expresar su absoluta estupefacción de que dejaran a Sánchez Dragó publicar una columna en la que contaba cosas positivas del franquismo. Sánchez Dragó, a cuyo padre mató Franco, que perteneció al Partido Comunista, que estuvo en las cárceles franquista y luego en el exilio. Bueno, pues una periodista -periodista, ay- cree que debe estar prohibido expresar determinadas opiniones.
Les hablaba antes de las redes sociales, y les decía que no en todas partes pueden expresarse opiniones como la de Le Pen. En Alemania, por ejemplo, muchas de las cuentas que quizá sigamos o nos sigan en España están bloqueados, y buena parte del contenido de Facebook. Comentarios que puedes leer en cualquier parte de Occidente, están prohibidas para los alemanes, como si fueran parvulitos. Que no se me enfaden los lectores de origen teutónico, pero a veces se diría que hay en su ADN una pulsión a censurar.
Y Gran Bretaña, ah, la ‘madre de las libertades’, qué risa. En un año -el pasado- la policía británica, esa misma que ignoró durante más de una década, por no parecer racistas, las denuncias de que en Rotherman estaban prostituyendo a millares, detuvo a 3.395 personas por comentarios en Facebook y Twitter.
¿Ven lo que les digo? No esperen oír el rugido de los tanques. Ya le están arrebatando la libertad. Con una sonrisa.

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